El loco se sube al pretil del puente. Parece un predicador
ascendiendo a un púlpito muy alto.
El río se enturbia con su sombra. Es un río sin peces, de aguas
violentas y, ahora, también expectantes.
Ha hecho un día extraño. Empezó claro y quieto. Se oía el canto
de los pájaros invernales burlándose del frío, y se divisaban, allá en
lontananza, perfiles montañosos escarpados, que bien pudieran haber pasado por
idílicas geografías soñadas. Las gentes andaban resueltas por la mañana.
Cubiertas por anchos sombreros y embozadas en ropas gruesas, se les veía a buen
paso y con gesto animoso, en cualquier caso.
Pero algo más tarde del mediodía, tras esa llamada de teléfono
en la que el loco ha escuchado la palabra adiós, la tarde se ha mudado de
tinieblas y se ha levantado un viento ensordecedor, que ha callado los trinos y
ha revuelto de hojarasca la visión de los lejanos paisajes, haciéndolos
prácticamente invisibles y sólo imaginados. Apenas se ven ahora paseantes. Tres
o cuatro a lo sumo. Ausentes y miedosos.
El río abre la boca. Juraría que incluso se ha relamido de tanta
hambre que tiene, pues ya hace dos días del último bocado al que le hincó el
diente.
El loco cierra los ojos y abre los brazos. Parece un predicador
sermoneando en latín a unos peces que no existen.
Relato "riográfico" de Raúl Ariza Pallarés, incluido en su último libro "La suave piel de la anaconda". Gracias a Raúl por su generosidad, al permitirme publicarlo en este blog.
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