martes, 10 de febrero de 2015

Decir amigo


Presentación que escribió y leyó  Alberto Granados en mi recital del día 26 de enero de 2015 en "La luz del callejón" promovido por la Asociación cultural del Diente de Oro de Granada.

                 
                                  Fotografía de Jesús García Latorre

A comienzos de 1972 llegó, tras jurar bandera, un nuevo remplazo de soldados al cuartel de Artillería de Córdoba, donde yo había alcanzado el brillante empleo de furriel. Entre aquella patulea de novatos encontré a un Miguel Cobo inseguro, nervioso y entregado a la hostilidad de aquel universo soldadesco. Me lo recuerda el propio poeta: que yo, al verlo tan apocado, al saber que era maestro, tiré de él y lo presenté a mis amigos. Con ello comenzó  una amistad que ya dura casi 45 años y que hace que yo esté hoy sentado aquí.      

    No es que vaya a contaros la mili, pero es conveniente encuadrar esta amistad en sus justas coordenadas espacio-temporales. Años setenta, o sea: el tardofranquismo y la aparición de unas verdaderas ansias de libertad y de acabar con la dictadura; años de un nuevo asociacionismo político que se debatía entre la reforma o la ruptura; años de la música pop, probablemente de la mejor música pop de todos los tiempos, lo que nos permitió compartir impresiones sobre nuestras estrellas del momento: la Joplin, The Doors, Carole King, la chanson francesa, los mil italianos de san Remo, Serrat, nuestro Miguel Ríos...; años posteriores al mayo del 68, la primavera de Praga, la guerra de Vietnam, el pacifismo hippy..., años en definitiva, de adquirir un compromiso por las libertades, situación que Miguel y yo compartíamos secreteando en el cuartel y en los bares en que pasábamos aquellas tediosas tardes del invierno cordobés; años de un cine europeo que devorábamos en salas como el Trajano. Años llenos de magia que hoy se me aparecen, con la pátina del tiempo, como un futuro intacto y prometedor, lleno de ilusiones y ganas de comerse el mundo.               

                 



          Descubrimos juntos mucha música en las máquinas de los bares de la judería; leímos libros de Neruda, a quien acababan de concederle el Nobel; compartimos el nuevo humor inteligente que representaron Hermano Lobo y, algo más tarde, Por Favor. También conformamos en las sesiones de cine nuestro Olimpo cinematográfico: comprendimos que Rommy Schneider era una mujer, ese ente metafísico que nos tenía absorbido el seso (con s, por favor, no seáis morbosos), muy distinto a aquella candorosa Sissi Emperatriz de la década anterior, tan parecida a nuestras hermanas, novietas fallidas  o primas. Fijamos nuestro código estético-erótico, en el que ocuparon lugares destacados una serie de cuerpos y rostros que, como al niño de Cinema Paradiso, nos turbaban (o incluso más). ¡Qué peligro tenía el lunar junto a la boca de Virna Lisi! ¡Qué pedazo de mujer era Sarah Miles! ¡O Catherine Deneuve! ¡Qué decir de la rotundidad de Jeanne Moreau, Annie Girardot, Jane Fonda, Isabelle Adjani, Anne Margret, la gélida Liv Ulmann, Anouk Aimée... que tomaban el relevo a nuestras Claudia Cardinale o Sofia Loren, quienes ya empezaban a eclipsarse! ¿Y Ursula Andress, dándole forma corpórea a la Venus que salía de las aguas junto a Sean Connery 007? Nada que ver con nuestras Sara Montiel, Carmen Sevilla o Marujita Díaz, eso estaba claro. Mucho menos con las “niñas” de nuestras pandillas, que eran unas santas. El mundo era una promesa, estaba intacto, como el primer día de la creación, y era para nosotros, para la gente como Miguel o como yo. O eso creíamos percibir en nuestra ingenuidad.

                                        

La mili nos robaba un tiempo irrecuperable y de forma instintiva intentamos recobrar algo en esa búsqueda  o encuentro fortuito de nuevas realidades: empezaron a sonarnos nombres de directores de cine, de compositores de música clásica, de poetas y novelistas de esos que jamás mencionaban las historias de la literatura oficiales, de revistas de pensamiento... Fue Miguel quien descubrió en la Biblioteca de Oficiales un ejemplar de Últimas tardes con Teresa. Nos lo fuimos leyendo los que, además de alfabetizar a los soldados, ordenábamos aquella inmensa sala llena de nombres y títulos dedicados a tergiversar la realidad y la historia españolas, como convenía a la concepción militar de entonces.

                     
                         Fotografía: Mari Carmen Mesa



Miguel Cobo fue, durante unos meses, el buen amigo, tan semejante a mí, con el que descubrir buena parte de los elementos de mi educación ética y estética. También la magia de una ciudad tan hermosa como Córdoba. Su carácter afable, su sensibilidad y su inteligencia eran un eficaz antídoto contra la garrulería imperante, una vacuna contra la estolidez de aquel entorno.

Sólo muy tardíamente me descubrió su poesía. Usaba, lo recuerdo, cuartillas de un papel magnífico, rugoso, muy adecuado para escribir con pluma estilográfica. Él lo hacía con una letra envidiable para mi torpeza manual, con una pulcritud admirable. Pero sobre todo, me impresionaba la calidad de su poesía, su capacidad versificadora y la profundidad de sus poemas. Lo consideraba poseedor de mil claves de una sensibilidad poética que yo ni siquiera intentaba imitar, sabedor de mi incapacidad.

Cuando me licencié, nos escribimos durante un tiempo y en cada carta suya venían varios poemas en los que se hablaba de jazz, de trenes y ríos, de ciudades que parecían desiertas, de búsquedas, del deseo... Imágenes verdaderamente creativas,  una infancia vagamente reflejada, como un paraíso perdido que palpita en cada poema, un humor solapado y zumbón siempre presente, una poesía que conecta con el lector por su cotidianeidad. Una poesía aún prácticamente inédita, lo que demuestra simplemente lo poco que este país cuida a sus creadores de calidad.

Después vinieron varios paréntesis en que nos perdimos la pista para retomarla con nuevas cartas en que siempre me regalaba varios sonetos, hasta que hace cinco o seis años, internet me permitió reencontrarlo y conocer su poesía riográfica. Inmediatamente, fue comentarista habitual de mi blog y poco después surgió el suyo, por donde ha ido esparciendo sus enormes poemas, sus Ficcionarios, aforismos, postales y su inmenso Diario del funambulista.
Hoy me permito dos licencias, muy extrañas a mi manera de ser: la primera, dedicarle un poema de bienvenida. De antemano sé que el resultado es torpe, pero por un querido amigo estoy dispuesto a correr el riesgo de esa legendaria “cólera del español sentado”. Dice así:

BIENVENIDA A MIGUEL

Cada poema sostiene un universo
de deseo, de pálpito, de luz.
Un ser doliente que agacha su testuz
y con la humilde entrega del converso

busca la vida entera en cada verso.
No oculta, como hace el avestruz,
su existencial verdad este andaluz,
el dolor de este vivir perverso,

pero sacando fuerzas de flaqueza
exulta ese prodigio de estar vivo.
Hoy te acoge este ámbito de Egea

que te espera y te admira con largueza,
que te recibe, entregado, como a un divo.
Que escribas muchos versos. Yo los lea.


La segunda licencia es arrogarme una representatividad que sé que no poseo para darle la bienvenida a esta ciudad de  poetas y poesía, para acogerlo en nombre vuestro y de Granada.


Amigas, amigos, con vosotros, este buen hombre (en el buen sentido de la palabra hombre) y magnífico poeta (en el mejor sentido de la palabra poeta): Miguel Cobo Rosa.

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Alberto Granados Palacios