miércoles, 29 de febrero de 2012
¡Callad, cañones de Von Kluck!
Fotografía: Juan S. Villar Lara
A dos leguas de Úbeda, la Torre
de Pero Gil, bajo este limpio cielo
bello pueblo de España. El tiempo lo ha cambiado,
pues no en vano transcurrieron cien años.
Allá, las dos torres se alzan
con su doble mensaje de historia y de recuerdos.
En la plaza, sus hombres, sus mujeres,
la ilusión y el progreso de su animosa gente.
Llegamos a la ermita de la Misericordia,
que hace honor a su nombre, arraigada en el alma
de esta bendita tierra. Hoy sus muros de piedra
se yerguen hacia el cielo sobre un suelo más firme.
Esta casa de Dios guarda dentro un silencio
y una emoción profunda que responde al poeta
y a cuantos lo leímos con dolor y tristeza,
mas sin resentimiento:
“Hermanos –parece que nos dice-
rezad o meditad, según vuestras creencias. Entrad
sin más requisitoria que quererlo: La libertad os guíe.”
Fuera bulle la vida, pujante y laboriosa:
Ir y venir de jóvenes y viejos que trabajan, que sueñan, que recuerdan…
Los campos son ubérrimos, nada cambió al respecto.
Nosotros, los del pueblo, miramos al futuro
con ánimo resuelto,
con la cabeza alta,
con la mirada limpia,
con la palabra justa,
con nuestra mano abierta,
con nuestro pensamiento
madurado en un siglo desde el pasado efímero.
¡Callad, cañones de Von Kluck!
Aquí, la paz ya reina. Fructificó la lucha:
La dignidad es nuestra.
Miguel Cobo Rosa
Cien años después de Los Olivos II (Antonio Machado)
***
viernes, 24 de febrero de 2012
Antonio Machado, pura Riografía
Fotografía: Torreperogil Postales (Facebook)
I
¡Torreperogil!
¡Quién fuera una torre, torre del campo
del Guadalquivir!
(A la manera de Juan de Mairena)
***
PROVERBIOS Y CANTARES
LXXXVII
¡Oh Guadalquivir!
te vi en Cazorla nacer
hoy en Sanlúcar morir.
Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!
Como yo, cerca del mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con el manantial?
Nuevas canciones (1924)
***
martes, 14 de febrero de 2012
Se enamoró de un río
El Rio De Bennecourt: Claude Monet
Se enamoró de un río,
del cristalino mirar
de sus ojos anfibios.
Se enamoró de un río,
de la promesa final
de un descanso marino.
Y acarició la arena
y se abrazó a la espuma
del manantial ,
cabello de su hermosura.
Se enamoró de un río,
de su pasado invernal,
de sus troncos heridos.
Se enamoró de un río,
de su presente fugaz,
del remanso escondido.
Y acarició la arena
y se abrazó a la espuma
del manantial,
cabello de su hermosura .
Y lo envolvió la corriente
con su torbellino blanco
y recibió entre los musgos
un masaje de guijarros.
Se enamoró de un río,
del serpentino ritual
de sus pies coralinos.
Y acarició la arena
y se abrazó a la espuma
del manantial,
cabello de su hermosura
.
Se enamoró de un río: Pedro Guerra
***
viernes, 10 de febrero de 2012
domingo, 5 de febrero de 2012
A orillas del East River
I
En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos ríos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a mi mano,
picotean los granos de rocío,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.
Dejarían en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,
lloraría por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieron vivos
en el recuerdo o en la imaginación.
Lloraríamos todos por los desconocidos,
los -para mí -difuminados
en la magia del tiempo.
Contra las estructuras
de metal y de vidrio nocturno
rebotan las palabras aún sin forma,
consagradas en el torbellino helado,
y no me hacen llorar.
Yo ya no sé llorar. ¡Y mira que he llorado!
II
Yo ya no lloro,
excepto por aquello que algún día
me hizo llorar:
los aviones que proclamaban
que todo había terminado;
la estación amarilla diluida en la noche
en la que coincidían, tan sólo unos instantes,
el tren que partía hacia el norte
y el que partía hacia el oeste
y jamás volverían a encontrarse;
y la voz de Juan Rulfo: «diles que no me maten»;
y la malagueña canaria;
y la niña mendiga de Lisboa
que me pidió un «besiño».
Yo ya no lloro.
Ni siquiera cuando recuerdo
lo que aún me queda por llorar.
José Hierro. De "Cuaderno de Nueva York" 1998
Suscribirse a:
Entradas (Atom)