jueves, 11 de junio de 2015

Ofelia y las ninfas

                 
                              Imagen : Hilas y las ninfas. John Willian Waterhouse
 


En la ribera del río las arenas oscurecen, pidiendo
el barro del otoño; y detrás de las ramas, las
ninfas duermen, ebrias de sueño. No quieren
ser despertadas; desnudas, se apoyan las unas
a las otras, como si durmiendo perdieran
el deseo que las hace relinchar, como potras,
hundiendo los pies en los ojos que las descubren.

Pero el río no corre; y en el agua firme, una
transparencia de frío deja ver el cuerpo de
náyade de una inquieta Ofelia. En su rostro
donde la vida se muere, sólo los labios son bermejo
sangre, y todavía las empujo por tierra, con redes
de pescador, para tenderlas sobre las piedras
que rasgan su piel, en un último estertor.

El sol despierta a las ninfas; y todas acuden
alrededor de la fallecida, gritándole que se levante;
en sus ojos amoratados, en cambio, sólo se cierra
una puerta. ¿Quién se quedó detrás de ella?,
pregunta sin respuesta. Pero vuelvo
a casa, abro la ventana; y es Ofelia que me
acoge, despierta, renacida y pura camelia.

***

Nuno Júdice



martes, 3 de marzo de 2015

LOS RÍOS



                                      Foto: Aitor Agirregabiria. Flirck.com        


HAY ríos, como colas de fantasmas,
que cruzan las ciudades
sin que nadie los vea.
Son sumisos suicidas con fe de enamorados
que esperan alcanzar un cielo prometido,
una suerte de abismo o de abrazo
que diluya sus nombres para siempre.

En los días dorados del invierno,
hay viejos que se asoman a la vida,
y la vida es un río, fugitivo y ajeno.
Se sientan en los bancos, con sus ojos de buey,      
tertulian en los puentes soleados,
sin que nadie los vea,
y cuando cae la tarde, como miel,
y el silencio se apoya en las barandas,
descansan su mirada sobre el río,
eligen una ola o un remanso
y mueren despacito, codo a codo.
Por eso nunca están en las postales
que compran los turistas, ni salen en las fotos,
ni hay nadie que los vea.


***

Miguel Ángel Barrera Maturana

domingo, 1 de marzo de 2015

Agua clara




                                                       Foto: Shaun                                      

    La vida es el río que va a dar al mar, por supuesto, y también está claro que nunca nos bañaremos dos veces en la misma corriente, según dijo Heráclito, pero uno puede sentarse en la ribera entre las flores de esta incipiente primavera y contemplar cómo fluye el agua, que no es sino la propia memoria limpia o turbia. Existe el placer de remontar el cauce hasta llegar al manantial donde uno se bañaba de niño, aquellas risas, aquellos gritos, y recordar también los felices y turbulentos días de la adolescencia cuando era todavía agua plateada de alta montaña, tan fría e incontaminada la que llegaba a la cascada.

    Bajo la espesura de los sauces había plácidos remansos, que a veces un rayo de sol hería hasta el fondo de la madre y allí de joven la vanidad del cuerpo se fundía con el verde del agua desnuda. Pero hubo en momento en que la vida dejó de deslizarse suavemente sin peligro río abajo y en las riberas aparecieron los primeros cocodrilos. Recuerdas muy bien cuándo fue y quiénes eran esos enemigos. Después aún tuviste que atravesar un banco de pirañas antes de llegar a este prado de primavera donde ahora estás sentado contemplando cómo pasa el agua.

    El río tiene una doble corriente, una superficial y otra profunda, como sucede también en la vida. Este suave airecillo de marzo va a producir muy pronto un violento deshielo, y con la crecida por la superficie verás pasar junto con animales muertos, árboles arrancados de cuajo y enseres inútiles, todo lo que en ti fue vano y estúpido. En cambio, por el fondo del cauce a ciegas con el légamo fluirán hacia la muerte, hacia el mar, el esfuerzo que hiciste para no ceder al fracaso, los amores y sueños que hayas tenido, toda la belleza que pudiste obtener como un regalo en tu paso por la tierra. Pero nunca habrá que morir mientras en esta orilla sea primavera.

                                                              ***


Manuel Vicent

martes, 10 de febrero de 2015

Decir amigo


Presentación que escribió y leyó  Alberto Granados en mi recital del día 26 de enero de 2015 en "La luz del callejón" promovido por la Asociación cultural del Diente de Oro de Granada.

                 
                                  Fotografía de Jesús García Latorre

A comienzos de 1972 llegó, tras jurar bandera, un nuevo remplazo de soldados al cuartel de Artillería de Córdoba, donde yo había alcanzado el brillante empleo de furriel. Entre aquella patulea de novatos encontré a un Miguel Cobo inseguro, nervioso y entregado a la hostilidad de aquel universo soldadesco. Me lo recuerda el propio poeta: que yo, al verlo tan apocado, al saber que era maestro, tiré de él y lo presenté a mis amigos. Con ello comenzó  una amistad que ya dura casi 45 años y que hace que yo esté hoy sentado aquí.      

    No es que vaya a contaros la mili, pero es conveniente encuadrar esta amistad en sus justas coordenadas espacio-temporales. Años setenta, o sea: el tardofranquismo y la aparición de unas verdaderas ansias de libertad y de acabar con la dictadura; años de un nuevo asociacionismo político que se debatía entre la reforma o la ruptura; años de la música pop, probablemente de la mejor música pop de todos los tiempos, lo que nos permitió compartir impresiones sobre nuestras estrellas del momento: la Joplin, The Doors, Carole King, la chanson francesa, los mil italianos de san Remo, Serrat, nuestro Miguel Ríos...; años posteriores al mayo del 68, la primavera de Praga, la guerra de Vietnam, el pacifismo hippy..., años en definitiva, de adquirir un compromiso por las libertades, situación que Miguel y yo compartíamos secreteando en el cuartel y en los bares en que pasábamos aquellas tediosas tardes del invierno cordobés; años de un cine europeo que devorábamos en salas como el Trajano. Años llenos de magia que hoy se me aparecen, con la pátina del tiempo, como un futuro intacto y prometedor, lleno de ilusiones y ganas de comerse el mundo.               

                 



          Descubrimos juntos mucha música en las máquinas de los bares de la judería; leímos libros de Neruda, a quien acababan de concederle el Nobel; compartimos el nuevo humor inteligente que representaron Hermano Lobo y, algo más tarde, Por Favor. También conformamos en las sesiones de cine nuestro Olimpo cinematográfico: comprendimos que Rommy Schneider era una mujer, ese ente metafísico que nos tenía absorbido el seso (con s, por favor, no seáis morbosos), muy distinto a aquella candorosa Sissi Emperatriz de la década anterior, tan parecida a nuestras hermanas, novietas fallidas  o primas. Fijamos nuestro código estético-erótico, en el que ocuparon lugares destacados una serie de cuerpos y rostros que, como al niño de Cinema Paradiso, nos turbaban (o incluso más). ¡Qué peligro tenía el lunar junto a la boca de Virna Lisi! ¡Qué pedazo de mujer era Sarah Miles! ¡O Catherine Deneuve! ¡Qué decir de la rotundidad de Jeanne Moreau, Annie Girardot, Jane Fonda, Isabelle Adjani, Anne Margret, la gélida Liv Ulmann, Anouk Aimée... que tomaban el relevo a nuestras Claudia Cardinale o Sofia Loren, quienes ya empezaban a eclipsarse! ¿Y Ursula Andress, dándole forma corpórea a la Venus que salía de las aguas junto a Sean Connery 007? Nada que ver con nuestras Sara Montiel, Carmen Sevilla o Marujita Díaz, eso estaba claro. Mucho menos con las “niñas” de nuestras pandillas, que eran unas santas. El mundo era una promesa, estaba intacto, como el primer día de la creación, y era para nosotros, para la gente como Miguel o como yo. O eso creíamos percibir en nuestra ingenuidad.

                                        

La mili nos robaba un tiempo irrecuperable y de forma instintiva intentamos recobrar algo en esa búsqueda  o encuentro fortuito de nuevas realidades: empezaron a sonarnos nombres de directores de cine, de compositores de música clásica, de poetas y novelistas de esos que jamás mencionaban las historias de la literatura oficiales, de revistas de pensamiento... Fue Miguel quien descubrió en la Biblioteca de Oficiales un ejemplar de Últimas tardes con Teresa. Nos lo fuimos leyendo los que, además de alfabetizar a los soldados, ordenábamos aquella inmensa sala llena de nombres y títulos dedicados a tergiversar la realidad y la historia españolas, como convenía a la concepción militar de entonces.

                     
                         Fotografía: Mari Carmen Mesa



Miguel Cobo fue, durante unos meses, el buen amigo, tan semejante a mí, con el que descubrir buena parte de los elementos de mi educación ética y estética. También la magia de una ciudad tan hermosa como Córdoba. Su carácter afable, su sensibilidad y su inteligencia eran un eficaz antídoto contra la garrulería imperante, una vacuna contra la estolidez de aquel entorno.

Sólo muy tardíamente me descubrió su poesía. Usaba, lo recuerdo, cuartillas de un papel magnífico, rugoso, muy adecuado para escribir con pluma estilográfica. Él lo hacía con una letra envidiable para mi torpeza manual, con una pulcritud admirable. Pero sobre todo, me impresionaba la calidad de su poesía, su capacidad versificadora y la profundidad de sus poemas. Lo consideraba poseedor de mil claves de una sensibilidad poética que yo ni siquiera intentaba imitar, sabedor de mi incapacidad.

Cuando me licencié, nos escribimos durante un tiempo y en cada carta suya venían varios poemas en los que se hablaba de jazz, de trenes y ríos, de ciudades que parecían desiertas, de búsquedas, del deseo... Imágenes verdaderamente creativas,  una infancia vagamente reflejada, como un paraíso perdido que palpita en cada poema, un humor solapado y zumbón siempre presente, una poesía que conecta con el lector por su cotidianeidad. Una poesía aún prácticamente inédita, lo que demuestra simplemente lo poco que este país cuida a sus creadores de calidad.

Después vinieron varios paréntesis en que nos perdimos la pista para retomarla con nuevas cartas en que siempre me regalaba varios sonetos, hasta que hace cinco o seis años, internet me permitió reencontrarlo y conocer su poesía riográfica. Inmediatamente, fue comentarista habitual de mi blog y poco después surgió el suyo, por donde ha ido esparciendo sus enormes poemas, sus Ficcionarios, aforismos, postales y su inmenso Diario del funambulista.
Hoy me permito dos licencias, muy extrañas a mi manera de ser: la primera, dedicarle un poema de bienvenida. De antemano sé que el resultado es torpe, pero por un querido amigo estoy dispuesto a correr el riesgo de esa legendaria “cólera del español sentado”. Dice así:

BIENVENIDA A MIGUEL

Cada poema sostiene un universo
de deseo, de pálpito, de luz.
Un ser doliente que agacha su testuz
y con la humilde entrega del converso

busca la vida entera en cada verso.
No oculta, como hace el avestruz,
su existencial verdad este andaluz,
el dolor de este vivir perverso,

pero sacando fuerzas de flaqueza
exulta ese prodigio de estar vivo.
Hoy te acoge este ámbito de Egea

que te espera y te admira con largueza,
que te recibe, entregado, como a un divo.
Que escribas muchos versos. Yo los lea.


La segunda licencia es arrogarme una representatividad que sé que no poseo para darle la bienvenida a esta ciudad de  poetas y poesía, para acogerlo en nombre vuestro y de Granada.


Amigas, amigos, con vosotros, este buen hombre (en el buen sentido de la palabra hombre) y magnífico poeta (en el mejor sentido de la palabra poeta): Miguel Cobo Rosa.

                                         ***

Alberto Granados Palacios