La vida es el río que va a dar al mar, por supuesto, y
también está claro que nunca nos bañaremos dos veces en la misma corriente,
según dijo Heráclito, pero uno puede sentarse en la ribera entre las flores de
esta incipiente primavera y contemplar cómo fluye el agua, que no es sino la
propia memoria limpia o turbia. Existe el placer de remontar el cauce hasta
llegar al manantial donde uno se bañaba de niño, aquellas risas, aquellos
gritos, y recordar también los felices y turbulentos días de la adolescencia cuando
era todavía agua plateada de alta montaña, tan fría e incontaminada la que
llegaba a la cascada.
Bajo la espesura de los sauces había plácidos remansos,
que a veces un rayo de sol hería hasta el fondo de la madre y allí de joven la
vanidad del cuerpo se fundía con el verde del agua desnuda. Pero hubo en
momento en que la vida dejó de deslizarse suavemente sin peligro río abajo y en
las riberas aparecieron los primeros cocodrilos. Recuerdas muy bien cuándo fue
y quiénes eran esos enemigos. Después aún tuviste que atravesar un banco de
pirañas antes de llegar a este prado de primavera donde ahora estás sentado
contemplando cómo pasa el agua.
El río tiene una doble corriente, una
superficial y otra profunda, como sucede también en la vida. Este suave airecillo
de marzo va a producir muy pronto un violento deshielo, y con la crecida por la
superficie verás pasar junto con animales muertos, árboles arrancados de cuajo
y enseres inútiles, todo lo que en ti fue vano y estúpido. En cambio, por el
fondo del cauce a ciegas con el légamo fluirán hacia la muerte, hacia el mar,
el esfuerzo que hiciste para no ceder al fracaso, los amores y sueños que hayas
tenido, toda la belleza que pudiste obtener como un regalo en tu paso por la
tierra. Pero nunca habrá que morir mientras en esta orilla sea primavera.
Presentación que escribió y leyó Alberto Granados en mi recital del día 26 de enero de 2015 en "La luz del callejón" promovido por la Asociación cultural del Diente de Oro de Granada.
Fotografía de Jesús García Latorre
A
comienzos de 1972 llegó, tras jurar bandera, un nuevo remplazo de soldados al
cuartel de Artillería de Córdoba, donde yo había alcanzado el brillante empleo
de furriel. Entre aquella patulea de novatos encontré a un Miguel Cobo
inseguro, nervioso y entregado a la hostilidad de aquel universo soldadesco. Me
lo recuerda el propio poeta: que yo, al verlo tan apocado, al saber que era
maestro, tiré de él y lo presenté a mis amigos. Con ello comenzó una amistad
que ya dura casi 45 años y que hace que yo esté hoy sentado aquí.
No es que vaya a contaros la mili,
pero es conveniente encuadrar esta amistad en sus justas coordenadas
espacio-temporales. Años setenta, o sea: el tardofranquismo y la aparición de
unas verdaderas ansias de libertad y de acabar con la dictadura; años de un
nuevo asociacionismo político que se debatía entre la reforma o la ruptura;
años de la música pop, probablemente de la mejor música pop de todos los
tiempos, lo que nos permitió compartir impresiones sobre nuestras estrellas del
momento: la Joplin, The Doors, Carole King, la chanson francesa, los mil italianos de san Remo, Serrat, nuestro
Miguel Ríos...; años posteriores al mayo del 68, la primavera de Praga, la
guerra de Vietnam, el pacifismo hippy..., años en definitiva, de adquirir un
compromiso por las libertades, situación que Miguel y yo compartíamos
secreteando en el cuartel y en los bares en que pasábamos aquellas tediosas
tardes del invierno cordobés; años de un cine europeo que devorábamos en salas
como el Trajano. Años llenos de magia que hoy se me aparecen, con la pátina del
tiempo, como un futuro intacto y prometedor, lleno de ilusiones y ganas de
comerse el mundo.
Descubrimos juntos mucha música en las
máquinas de los bares de la judería; leímos libros de Neruda, a quien acababan
de concederle el Nobel; compartimos el nuevo humor inteligente que
representaron Hermano Lobo y, algo más tarde, Por Favor. También conformamos en
las sesiones de cine nuestro Olimpo cinematográfico: comprendimos que Rommy
Schneider era una mujer, ese ente metafísico que nos tenía absorbido el seso
(con s, por favor, no seáis morbosos), muy distinto a aquella candorosa Sissi
Emperatriz de la década anterior, tan parecida a nuestras hermanas, novietas
fallidas o primas. Fijamos nuestro
código estético-erótico, en el que ocuparon lugares destacados una serie de
cuerpos y rostros que, como al niño de Cinema Paradiso, nos turbaban (o incluso
más). ¡Qué peligro tenía el lunar junto a la boca de Virna Lisi! ¡Qué pedazo de
mujer era Sarah Miles! ¡O Catherine Deneuve! ¡Qué decir de la rotundidad de
Jeanne Moreau, Annie Girardot, Jane Fonda, Isabelle Adjani, Anne Margret, la
gélida Liv Ulmann, Anouk Aimée... que tomaban el relevo a nuestras Claudia
Cardinale o Sofia Loren, quienes ya empezaban a eclipsarse! ¿Y Ursula Andress,
dándole forma corpórea a la Venus que salía de las aguas junto a Sean Connery
007? Nada que ver con nuestras Sara Montiel, Carmen Sevilla o Marujita Díaz,
eso estaba claro. Mucho menos con las “niñas” de nuestras pandillas, que eran
unas santas. El mundo era una promesa, estaba intacto, como el primer día de la
creación, y era para nosotros, para la gente como Miguel o como yo. O eso
creíamos percibir en nuestra ingenuidad.
La
mili nos robaba un tiempo irrecuperable y de forma instintiva intentamos
recobrar algo en esa búsqueda o
encuentro fortuito de nuevas realidades: empezaron a sonarnos nombres de
directores de cine, de compositores de música clásica, de poetas y novelistas
de esos que jamás mencionaban las historias de la literatura oficiales, de
revistas de pensamiento... Fue Miguel quien descubrió en la Biblioteca de
Oficiales un ejemplar de Últimas tardes
con Teresa. Nos lo fuimos leyendo los que, además de alfabetizar a los
soldados, ordenábamos aquella inmensa sala llena de nombres y títulos dedicados
a tergiversar la realidad y la historia españolas, como convenía a la
concepción militar de entonces. Fotografía: Mari Carmen Mesa
Miguel
Cobo fue, durante unos meses, el buen amigo, tan semejante a mí, con el que
descubrir buena parte de los elementos de mi educación ética y estética.
También la magia de una ciudad tan hermosa como Córdoba. Su carácter afable, su
sensibilidad y su inteligencia eran un eficaz antídoto contra la garrulería
imperante, una vacuna contra la estolidez de aquel entorno.
Sólo
muy tardíamente me descubrió su poesía. Usaba, lo recuerdo, cuartillas de un
papel magnífico, rugoso, muy adecuado para escribir con pluma estilográfica. Él
lo hacía con una letra envidiable para mi torpeza manual, con una pulcritud
admirable. Pero sobre todo, me impresionaba la calidad de su poesía, su
capacidad versificadora y la profundidad de sus poemas. Lo consideraba poseedor
de mil claves de una sensibilidad poética que yo ni siquiera intentaba imitar,
sabedor de mi incapacidad.
Cuando
me licencié, nos escribimos durante un tiempo y en cada carta suya venían
varios poemas en los que se hablaba de jazz, de trenes y ríos, de ciudades que
parecían desiertas, de búsquedas, del deseo... Imágenes verdaderamente
creativas, una infancia vagamente
reflejada, como un paraíso perdido que palpita en cada poema, un humor solapado
y zumbón siempre presente, una poesía que conecta con el lector por su
cotidianeidad. Una poesía aún prácticamente inédita, lo que demuestra
simplemente lo poco que este país cuida a sus creadores de calidad.
Después
vinieron varios paréntesis en que nos perdimos la pista para retomarla con
nuevas cartas en que siempre me regalaba varios sonetos, hasta que hace cinco o
seis años, internet me permitió reencontrarlo y conocer su poesía riográfica.
Inmediatamente, fue comentarista habitual de mi blog y poco después surgió el
suyo, por donde ha ido esparciendo sus enormes poemas, sus Ficcionarios,
aforismos, postales y su inmenso Diario del funambulista.
Hoy
me permito dos licencias, muy extrañas a mi manera de ser: la primera,
dedicarle un poema de bienvenida. De antemano sé que el resultado es torpe,
pero por un querido amigo estoy dispuesto a correr el riesgo de esa legendaria
“cólera del español sentado”. Dice así:
BIENVENIDA
A MIGUEL
Cada
poema sostiene un universo
de
deseo, de pálpito, de luz.
Un
ser doliente que agacha su testuz
y
con la humilde entrega del converso
busca
la vida entera en cada verso.
No
oculta, como hace el avestruz,
su
existencial verdad este andaluz,
el
dolor de este vivir perverso,
pero
sacando fuerzas de flaqueza
exulta
ese prodigio de estar vivo.
Hoy
te acoge este ámbito de Egea
que
te espera y te admira con largueza,
que
te recibe, entregado, como a un divo.
Que
escribas muchos versos. Yo los lea.
La
segunda licencia es arrogarme una representatividad que sé que no poseo para
darle la bienvenida a esta ciudad de
poetas y poesía, para acogerlo en nombre vuestro y de Granada.
Amigas,
amigos, con vosotros, este buen hombre (en el buen sentido de la palabra
hombre) y magnífico poeta (en el mejor sentido de la palabra poeta): Miguel
Cobo Rosa.